Disfrazarse

Cuando yo moceaba no había Jalogüin y las oportunidades de disfrazarse se reducían a dos: Carnavales y el Día de los Villancicos. Éste era calificado como uno de los más emocionantes del año, pues era el último día de colegio antes de las vacaciones de navidad, no tenías clase y nos juntábamos en el salón de actos para cantar y deleitar a nuestros compañeros y familiares.

Si cuando os hablo de “El día de los Villancicos” os estáis imaginando a unos hermosos infantes con
voces angelicales y ataviados de túnica celeste, alas y una santa corona… estáis muy equivocados.

Nosotros íbamos de pastores. Pero no de pastorcitos-qué-lindo-el-niño, no. Nosotros éramos más bien tirando a cabreros, con nuestros garrotes y nuestros pantalones de pana destrozados por el partido de futbol previo que nos habíamos echado mientras nos tocaba actuar.


Y no ensayábamos, por lo que cada uno berreaba, gritaba… o no sé cómo llamarlo, porque
entonábamos peor que Donald comiendo polvorones. Pero nos daba igual. Nuestra intención era cantar lo más alto posible con el único afán de hacerlo más alto que el resto de tus compañeros.


Y si no había tono, tampoco había uniformidad. Todos queríamos estar en primera fila y hacíamos todo lo posible por estarlo. Y así, acompañábamos el “campana sobre campana” con empujones, patadas en la espinilla y bastonazos.
 

A medida que crecimos perdimos la ilusión (o ganamos la vergüenza) para ir disfrazados este día y ya sólo nos quedaban los festejos de Don Carnal.
 

Hubo unos Carnavales que marcaron un antes y después en mi vida. Éstos fueron los de primero de BUP, que si bien no sé a qué curso equivale actualmente, en edad ya os voy diciendo que es la de la del pavo, la del bigotillo, la del cambio de voz, la del todo me da vergüenza y la de – en nuestro caso – primeras niñas en clase.

Pues fue en ese año cuando se acercaban las fiestas y mis amigos y yo nos encontrábamos con ganas de fiesta, pero sin disfraz para ello.

Uno de ellos nos comentó que su familia es “mu de disfrazarse” y que seguro que en su trastero tendría para todos. Confiamos ciegamente en él, así que a final de la tarde nos fuimos a su casa con la intención de darlo todo en la carpa.

-        Tengo un disfraz de Espantapájaros y tres de Borregos. El de Espantapájaros es para mí.

-        Yo eso no me lo pongo, se apresuró en contestar mi amigo El Sensato temiendo lo que se nos venía encima.

-        A ver, tranquilidad, espera que lo veamos.

Tenía que tratar de convencerlos, sacar el lado bueno de los trajes, pues de ellos dependía nuestra noche de juerga. Pero era indefendible. Eso era un poco vergüenza llamarlo disfraz por muy casero que sea.

El “modelo borrego” en sí, consistía en un bodi de piel de corderito y unos leotardos blancos. Sí, señores, sí. El mismo bodi que se le pone a los bebés con sus corchetes abajo y todo. Que no os podéis imaginar la que teníamos que liar para abrocharnos eso ahí abajo, que nos teníamos que coger los huevillos con fuerza a una mano, tirar p´arriba y con la otra abrochar los dichosos corchetes. Que lo que quedaba claro es que si algún adulto se puso alguna vez ese traje, varón no sería.

Pero toda vergüenza se perdía por dos grandes razones:

·        Teníamos máscaras, ¿Por qué nos iba a reconocer la gente?

·        Mi amigo El Sensato y yo sabíamos que nadie se iba a fijar en nosotros si el tercero en discordia era nuestro “Ruto”. El “Ruto” era “el Piraña” de nuestro grupo, ese que estaba a dos kilos de que Greenpeace le protegiese. Ese que nos hacía pensar que tan mal no nos podía quedar el traje.

Así que nos vinimos arriba y nos disfrazamos.

Y nos lanzamos a la calle.

Y nos encontramos con un compañero de clase.

Y antes de que pudiéramos soltarle el “quién soy” ya nos había reconocido con una sonrisa que si hubiese existido los smartphones, ese muchacho estaba a un click de destrozarnos la vida.

Y nos fuimos a casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario