El contar historias me viene heredado porque en mi familia somos muy de contar historias,
y si podemos, elevamos el misterio de su contenido a la enésima potencia. Que
somos unos exageraos, vamos, o como se dice en andalú “no vea er cabrón si lo
flipa”.
Lo peor es que tú seas el protagonista de la historia y ya te
ganes una etiqueta, pues esta te perseguirá para el resto de tu vida y la de
tus herederos. En mi familia no te llamarán mataperros por matar a un perro, te
llamaran “El Hannibal Lecter de la fauna terrestre”. Tus hijos serán los
canibalitos etc etc
Y es por eso que estoy convencido que la mayoría de estas leyendas
son eso. Historias contadas por pastores o gente de campo al que le dieron ese
pequeño matiz superlativo.
Un pastor no podía regresar a su hogar medio cojo, todo magullado,
sin pantalones… y contar la cruda verdad:
-Pues nada, que me he tirado a una oveja!! Hacía frío, estaba
solo, me puso ojitos...
Pues no, tenía que llegar y contar:
-Ostia el loboooo… ostia el lobo!!!! Qué lobo!!!
Y es que si hay un personaje fundamental en estas historias es el
lobo. El lobo es a una fábula lo que Massiel a un sarao. No hay historia,
cuento, leyenda, turrón de navidad y canción ochentera de La Unión que no
nombre a esta figura.
El Maestro Vereíno tiene idolatrado al Lobo. Pero, vamos, de toda
la vida. No se me olvidará cuando éramos pequeños e íbamos al salón de actos a
cantar villancicos que íbamos todos vestidos de pastorcitos menos él, que iba
de lobo. Y que cuando leíamos cuentos él siempre se ponía de su parte “sopla
ahí sopla ahíii y cómete a esos cerdoooss”.
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