Este
pasado domingo me fui a la montaña a dar uno de esos paseos que a los urbanitas
nos gusta llamar “de desconexión”. Una de esas escapadas en las que
buscas la paz, y pretendes conectar con la madre naturaleza para encontrarte
contigo mismo y así poder alcanzar el equilibrio… y que las ardillas te hablen
y te den nueces y que entre cuatro pajaritos te lleven la mochila y que al
sentarte en una roca a cantar, se te acerquen risueños cervatillos, liebres y
lechuzas para entonar contigo el estribillo. Pero que
luego la realidad es otra
y acabo guasapeando, y subiendo selfies al Facebook, durante todo el camino
hasta que me fundo los datos o se me acaba la batería, lo que antes pase.
En
esta ocasión ocurrió lo segundo, y fue en ese momento cuando me di cuenta que
no tenía ni idea de dónde caraho estaba, y que uno no se puede hacer el
valiente saliendo de casa con un 83% de batería. ¿Estamos locos? La historia
nunca la escribieron los valientes.
Me
empezó a entrar un poco de zurri (miedo, acohone), pues empezaba a anochecer y en lo que
alcanzaba la vista no divisaba bar alguno. ¿Iba a tener que hacer noche allí mismo?
Al igual que le pasa a Dora, mi salvación estaba en la mochila, por lo que
rápidamente me puse a ver qué contenía, pues siempre me puedo llevar sorpresas.
La
primera búsqueda no fue muy fructífera, no llevaba ni linterna ni GPS. Tan sólo
había cogido unos panchitos y mi navaja suiza multiusos, pues desde que vi la
película “127 horas” me la llevo hasta para cagar. Pero dándole la vuelta a la
mochila (que es como mi madre busca las llaves en el bolso) salió un pequeño
libro de bolsillo, el siempre indispensable “Manual de Supervivencia, por
Connor MacLeod, doctor de la Universidad de Massachusetts”. Comienzo a
leerlo:
Lo
primero que tenía que hacer, según este Doctor (que no médico), era matar a un
puma, abrigarme con su piel y beberme su sangre, por el tema de los
electrolitos; pero como no vislumbraba felino alguno, pasé directamente a las
técnicas de orientación:
*Orientarse con el musgo. El
musgo pa los belenes – pensé yo - que no se ve una mierda,
como para ver cespecito.
*Orientarse con los anillos de
crecimiento de los árboles. Por favor… para talar árboles estoy yo.
*Orientarse con las estrellas!! Bien.
Eso sí, el cielo está despejadito por lo que es fácil distinguirlas. A ver,
tengo que buscar la estrella polar, así que si la osa mayor apunta a… ¿dónde
cohone apunta la osa mayor? ¿y para dónde quiero ir yo? ¿Al norte? Ni
me dio tiempo a preocuparme por la respuesta, pues por mirar hacia arriba me
pegué el ostión padre cayendo ladera abajo. Rodé y rodé - como si estuviera
participando en la carrera guiri esa del queso - hasta que una considerable
maleza de zarzas tuvo a bien acogerme. Degollado, escocío y malherido me
levanté y seguí caminando con la esperanza de encontrar algún pueblo o tribu
Yanomani de indígenas con tetas al aire que pueda ampararme y curarme con
plantas medicinales.
Seguí
avanzando. Las fuerzas se debilitaban y temía por la constante pérdida de
sangre, pues el torniquete que me había hecho en el brazo - siguiendo los
consejos del manual - no estaba dando resultado: la pitera de la rodilla seguía
sangrando.
Pero
fue a la media hora cuando tuve la suerte de encontrar cobijo. Se trataba de un
refugio de esos que los ves y piensas que ahí muere gente. Era la típica casa a
la que van unos universitarios americanos (un negro graciosillo que no para de
soltar tacos, un pijito que conduce un todoterreno descapotable y que viste con
una chaqueta de los Tigretones - el equipo de fútbol americano fundado por
Torrebruno - en el que él es el quaterback; y tres rubiacas impresionantes
supuestamente vírgenes) para pasar el fin de semana y que tras un destete y
algún que otro momento lésbico, comienzan a palmar uno tras otro dela manera
más sanguinaria posible.
Pero
no estaba la cosa como para ponerse sibarita, así que le eché un par y decidí
entrar.
La
puerta estaba encajada, sin embargo, conseguí entrar nada más darme cuenta que
se abría para adentro. Olía mal, como el sobaco de un Sacamanteca, aunque no
podía quejarme, pues tenía un techo, mantas, el Hola de cuando se casó Julio
Iglesias con la Preysler y… un botiquín!! Bien, estoy a salvo!! –
piensas - pero de repente lo abres y tu vida da un vuelco: te encuentras un
bote de Mercromina, una botella de Calcio 20, una caja de supositorios jumbo y
un termómetro de mercurio.
¡Mierda!
¡Joder! ¿quién narices guarda medicamentos ilegales en un botiquín? Tus
esperanzas de vida se desvanecen porque sabes que esos medicamentos son
chungos. Sabes que al igual que los dinosaurios y que Hernández Mancha, éstos
se extinguieron por algún motivo aunque nadie te explicó o cuya explicación no
te creíste. Y por supuesto el tema del supositorio ni se nombra, que por ahí ni
un fideo a martillazos. En esos angustiosos momentos miles de preguntas te
invaden ¿Por qué el gobierno nos ha ocultado durante tantísimo tiempo la
sospechosa retirada de todos estos productos del mercado? ¿Por qué la
Mercromina, que durante tantos años ha sido el Santo Grial del botiquín, que
nos convertía en héroes de guerra con hacernos un simple rasguño, desaparece
sin más?
Necesitaba
una respuesta, el sangrado continuaba, así que descolgué el teléfono que había
en el refugio y llamé al 11 8 88 para averiguar el número de Atención al
Consumidor. Tras explicarles mi situación, me comentaron que veían más factible
pasarme con el 112. ¡No me lo querían decir! ¡Otra vez ocultando la verdad!
¿era una conspiración? ¿qué querían esconder? Colgué de manera brusca, llevado
por el temor.
Pensé
que la solución podía estar en el propio botiquín, y fue al observar con
detenimiento la botella de Calcio 20 cuando descubrí un número de teléfono. Un
poco borroso y anticuado, ya que tuve que añadirle el prefijo, pero de momento
era mi única salvación: Nueve….. uno…. esperé tono… tres… PUMMM!!
no había marcado ni la mitad cuando echaron la puerta abajo. Eran del 112,
venían a por mí. Seguramente porque habrían sido informados de que yo sabía
demasiado y que estaba metiendo las narices donde no me correspondía. Me
rodearon, me ataron a una camilla y me raptaron subiéndome a un helicóptero,
como el de Tulipán, pero en amarillo.
Fue
lo último que recuerdo, perdí el conocimiento y desperté ya en mi celda: una
habitación blanca que comparto con un matrimonio de Zamora. La mujer, que
amablemente me ofrece sandía todas las noches, tiene que tener concedido el
tercer grado, o algo así, pues sale y entra de la mazmorra cuando quiere.
Los
secuestradores vienen a verme todas las mañanas con sus batas blancas, guantes
de látex (seguramente para no dejar huella) y zuecos de colores. Me interrogan,
de una forma amable, preguntándome por cómo tengo la pierna, pero yo no suelto
prenda. No me fío de nadie.
Es
el momento de despedirme.
Si
alguien está leyendo estas líneas, significará que lo he conseguido. Me refiero
a la clave del wifi.
La
verdad está ahí fuera.
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