Espinete me vigila


Tras el “se sienten coño” y el Naranjito, las cosas empezaban a tranquilizarse. Era el año del España-Malta y de la primera emisión de Verano Azul, y la chavalería nos forjábamos a base de chupito de Calcio 20 e infinitas vitaminas en el colegio.
¿Cómo nos administraban esas vitaminas? De transmisión manual, como la caja de cambios de toda
la vida de Dios: Extendías tus brazos, con las palmas hacia arriba, de tal forma que formaran un ángulo de 90º con tu cuerpo. Entonces el doctor (el profesor en este caso) cogía su regla de madera y comenzaba el tratamiento golpeándola sobre las palmas mientras fomentaba, al unísono, la comunicación médico-paciente:
-          Vitaminaaaa
-          ¡A!
-          Vitaminaaaaaa
-          ¡B!
-          Vitaminaaaa …
¿Qué cuál era la posología y la dosificación? Pues había tres motivos diferentes por el que te podían suministrar vitaminas:
El primero, y el más frecuente, era porque SÍ. Lo que vulgarmente llamamos “por mis santos cojones”.
El segundo era porque cometías alguna trastada. ¡Es que a veces parecíamos unos inconscientes! ¡Que ya teníamos seis años hombre!
El tercero, y más temido, era porque no te sabías la lección o desobedecías alguna norma. Ahí hubo gente que no lo contó.

Las reglas estaban para respetarlas, pero no sólo en tu clase, en todo el colegio. Existía la figura de lo que yo llamaba “Cazadores de Aguardo”. Sus zonas predilectas, los pasillos; sus armas, la ostia al canto mediante el temido cachete o el eficaz capón; sus presas, niños jugando o hablando con un nivel de decibelios superior al permitido o andando con un movimiento uniformemente acelerado.

Con esta educación del miedo no conseguían que nos levantáramos sobre los pupitres despidiéndolos con un “Oh Capitán mi Capitán”, pero al menos los respetábamos. Como “pa” no. Pero el dolor del capón, de la “guantá” y de la regla de madera era algo pasajero. Lo peor era el miedo psicológico. Y de esto también sabían bastante.

Una de sus tácticas predilectas era la del suministro del medicamento para la inflamación de la sin hueso. Se solía utilizar cuando el profesor titular faltaba y el de la clase de al lado tenía que atender a sus alumnos y pretender que nosotros molestáramos lo menos posible.
Lo explico: El profesor cogía una jeringuilla llena de un líquido, nos rociaba a todos con ella de una forma un tanto aleatoria y nos decía que nos acaba de suministrar un medicamento que hacía que, si hablábamos, la lengua nos comenzaría a crecer y a crecer hasta reventar.
¡Su puta madre! ¡Qué horror! Aún recuerdo cómo me crecía la lengua cada vez que me la tocaba y cómo algún compañero le reventaba la cabeza como a la mujer de Desafío Total.

La otra táctica hacía que la pesadilla se extendiera más allá de las puertas del colegio, era la conocida como la de “Espinete te vigila”.
Recuerdo perfectamente una tarde de noviembre que a última hora el profesor nos anunció que había que hacer los deberes y que estaba terminantemente prohibido ver la tele esa tarde.
De camino a casa iba pensando que quién narices se iba a enterar de mis veinticinco minutos de Barrio Sésamo. Era mi momento, joder, el mejor del día, el que hacía que mereciera la pena levantarme cada mañana y sufrir los afluentes del tajo, la tabla del 7, el sujeto y el predicado. Era mi brasero, mi colacao, mis magdalenas, Don Julián, Espinete, Chema, Ana y Don Pimpón.
Los deberes los haría, pero con la venia de Epi y Blas.
Y Así fue, sonó el nananá y con la pena de mi corazón apagué la televisión y me puse a repasar la letra con mis cuadernillos Rubio. Deberes hechos, aquí paz y después gloria.
Al día siguiente me llamaron a la palestra. Subí totalmente confiado, sonrisa puesta, mirada en alto y me giré hacia la clase mostrando mis deberes (perfectamente cumplimentados y sin borrones) como si fuera Moisés con sus tablas.
Había vencido, lo había conseguido. Hasta que me giré y vi la mirada de mi profesor. Se acercó hacia mí con su inconfundible olor a Ducados y me preguntó:
-          ¿y viste la televisión ayer por la tarde?
-          No. Contesté, si bien no tan deprisa y seguro como hubiese pretendido.
-          Yo sé que sí la viste.
Y así sin más me arreó una retaila de sopapos en el trasero que aún me duelen según cómo me siente.
¿Cómo podía ser?
¿Qué había pasado?

Al llegar a casa lo comprendí todo, fue Espinete. No sé si actuó sólo, pero sé que el culpable fue el puto esquirol de erizo rosa.

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